Pero no. Los alfareros no viven de esto. Los dos principales responsables son maestros y se dedican a la artesanía por las tardes y en sus ratos libres.
Como Mercedes Cuenca y Gustavo Rivero, dos profesores de primaria que tratan de dedicar su tiempo libre a la alfarería. Así, cuando viene un colegio de visita, cada monitor se encarga de enseñar a 30 ó 50 niños, pero eso no ocurre todos los días.
En cada lugar del mundo tienen sus propias formas, su única huella dactilar, y esa es la que en el centro locero de La Atalaya imprimen sus maestros. Un saber inmenso que es el que resume parte de la idiosincrasia de los antiguos canarios, pero que aún con ello, con todo el poder didáctico que posee se encuentra en precario. Así, mientras los más pequeños continúan fascinados con la magia de la maravilla, Rivero y Cuenca, presidente y secretaria, respectivamente, de la asociación de Loceros de la Atalaya (Alud) explican a la visita una realidad más cruda aún que la propia tierra que modelan. Que es una labor por amor al barro, porque el centro no recibe ninguna subvención, a pesar de que está en precario junto al ecomuseo de Panchito. "Se trata de un patrimonio público y ninguna institución lo defiende. Lo máximo que hemos recibido en cuatro años son 3.000 euros para una rehabilitación. No hay partidas para actividades destinadas a jóvenes, niños o mayores. El ayuntamiento no paga pero nosotros no podemos hacer las cosas gratis. No queremos vivir de subvenciones, pero tenemos que cobrar las actividades porque no disponemos de dotación económica".
Rivero no cree que peligre la continuidad del centro alfarero. "Hemos luchado para seguir adelante. No es algo de vida o muerte, pero el centro lo hemos vestido y enriquecido. La alfarería tradicional sí está en peligro si no se la ayuda, un valor cultural que debemos conservar, un legado vivo de la época prehispánica que no se puede tratar como un bien rentable, y si es así desaparecerá".
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